Biblioteca Popular José A. Guisasola




Silvina Ocampo, en: Cuentos completos II, Buenos Aires, Emecé, 1999.

Los sombreros se usan para precaverse del sol o del frío. Los campesinos no pueden prescindir de ellos; los alpinistas, tampoco. No son meros objetos frívolos, decorativos o ridículos. Se usan también o se usaron para saludar, para halagar, para molestar.

¿No conocen la historia del sombrero metamórfico?

Existió en el sur de Inglaterra, en 1890. Cuentan que era de terciopelo verde y tan apropiado para los hombres como para las mujeres. Una plumita engarzada en un anillo de nácar era su único adorno. Este sobrero apareció por primera vez en la casa de un señor inglés, a las ocho de la noche de un mes de marzo. Nadie reconoció ni reclamó el sombrero. Al día siguiente, cuando lo buscaron para examinarlo, no estaba en ningún rincón de la casa. Otra vez, apareció en la casa de un médico, a la misma hora. El médico, creyendo que era de la paciente que acababa de irse, lo guardó en su ropero, cosa que molestó a su mujer. La disputa duró hasta el alba, en que hablaron de divorcio. Otra vez provocó un duelo entre dos jóvenes, amantes de una misma señora. La aparición del sombrero, que llevaba de adorno un anillo, había provocado en ambos la sospecha de una activa infidelidad. El sombrero fue a dar al Támesis, pues no había forma de deshacerse de él; quien lo arrojó fue castigado con veinte latigazos. El sombrero se había oscurecido; algo humano tenía en el lado derecho del ala, sobre el ojo de quien lo probaba, dándole ganas de acariciarlo.

—No lo toquen, niños –exclamaban las personas mayores, cuando los jóvenes se lo probaban.

—Trae mala suerte. Habrá pertenecido a algún brujo o bruja, que se dedica a hacer malas jugadas. Entra en las casas sin que nadie lo lleve. Es un intruso. Los objetos son como las personas, malas o buenas. Este es malo.

—No es malo –le aseguró un niño a una niña–. Si me lo pongo, soy Juana de Arco, oigo voces.

—Y yo Enrique Octavo –dijo la niña, tratando de arrebatárselo.

Por increíble que parezca, la niña se parecía a Enrique Octavo.

Tanto y tanto hicieron que el sombrero fue a dar otra vez al Támesis, y el que lo rescató, un transeúnte cualquiera, se lo llevó a su casa. No lo guardó, le agregó unas florcitas de seda y lo llevó a la feria para venderlo, con un conjunto de blusa y falda.

En algún diario salió la noticia del sombrero. Adquirió una fama extraña; fue a dar a una sombrerería, que vendía sombreros masculinos y femeninos. Frente al desmesurado espejo del probador, ocurrían transformaciones mágicas. Durante esas transformaciones, el espejo perdía su claridad por un instante y se llenaba de raras líneas negras y sombras de animales. Probarse aquel sombrero bastaba para que un hombre se volviera mujer y una mujer hombre. Las madres de algunos niños no dejaban que sus hijos pasaran frente a la puerta de la sombrerería por miedo a que sufrieran una indebida metamorfosis. Muchas clientas ofrecían toda su fortuna con tal de comprar el sombrero, pero el precio estaba por encima de sus posibilidades; además, la moda ya había cambiado.

El sombrero seguía colocado en el escaparate más visible y lujoso de la casa. Se dijo que bastaba probarse una vez el sombrero para lograr la cura de una sinusitis, de una angina o de un glaucoma. También se dijo que curaba los males de amor; conseguía enamorar a quien se lo probara, si miraba en el espejo una fotografía del elegido. Estas curas resultaban costosas. El sombrero, de tan manoseado, no se desteñía ni se marchitaba. Dijeron los clientes que lo habían falsificado, con falso terciopelo, que ya no era de ese verde tan delicado, sino de un verdinegro que engañaba a los ojos.

—Tal vez se dedique a la maldad –dijeron ciertos malvados.

—Es un sombrero que se parece a las personas.

No sé si tuvieron razón, pero el mal se apoderó de los ánimos.

—Trae mala suerte, irradia veneno –dijo un sabio, no por maldad sino por sabiduría-. Hay que matarlo.

Lo mataron. ¿Cómo? Nunca se sabrá. Pero dicen que se agitó cuando le arrancaron el ala y que dio un imperceptible grito.

En el espejo quedó por un tiempo un reflejo verde, como el de algunas piedras.



Visto y leído en: Leer y escribir. Antología Cuadernos para el aula. - 1a ed. -
Buenos Aires: Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación, 2007. (Formato pdf)
http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/documentos/EL002703.pdf

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